28 agosto 2011

Houellebecq o la banalidad de un provocador

Michel Houellebecq en 2010.
(Fuente: Papel en blanco, www.papelenblanco.com)

El transeúnte ha comprado un solo libro de Michel Houellebecq, seudónimo de Michel Thomas (Saint-Pierre, isla de la Reunión, 1956, como parece que dicen los documentos, o 1958, como él afirma). Es quizá su novela más celebrada: Les particules élémentaires (1998) [1], finalista del premio Goncourt (galardón que acabaría consiguiendo el autor en 2010), que gozó del reconocimiento casi unánime de la crítica francesa y se convirtió, además, en “el mejor libro del año” gracias a los redactores de la revista Lire. Confiesa el transeúnte que las aventuras de sus protagonistas, Bruno y Michel, le produjeron tal aburrimiento que abandonó la lectura cuando no había terminado ni siquiera la primera de las tres partes de aquella obra de “anticipación de los años venideros”. La superficialidad de su prosa insípida no le transmitía nada en absoluto.

Cubierta de la primera edición
de Les particules élémentaires (1998).


En una entrevista a Lucie Ceccaldi, la madre de Michel Houellebecq, publicada en 2008 por el semanario L’Express [2], al preguntársele por qué se burlaba del proyecto de su hijo de escribir una obra de ciencia ficción y si creía que éste tenía talento, respondió: “Ça n'est pas qu'il n'a pas de talent, mais il ne connaît rien ni à la science ni à la fiction” (‘No es que no tenga talento, pero no sabe nada ni de ciencia ni de ficción’). A Houellebecq, como provocador nato, se le deben, entre muchísimas otras, unas manifestaciones publicadas el año 2001 en la revista Lire donde manifestaba sin tapujo alguno su islamofobia con expresiones tan “reverentes” como que el islam es “la religion la plus con” (vulgarismo que se podría traducir por “estúpida” o, vulgarmente también, por “gilipollas”). El hombre se caracteriza, además, por su antifeminismo enfermizo.

El transeúnte no ha vuelto a pensar ni en el personaje ni en sus obras hasta que ha leído en ‘Babelia’ una opinión de Alberto Manguel que lo ha tranquilizado: no es, pues, el único que ha llegado al tedio leyendo a Houellebecq (“artista del escándalo”, lo ha definido alguien). Y no sólo Manguel, para tranquilidad suya y de este transeúnte, es crítico con Houellebecq: Francisco Rosa Novalbos, refiriéndose a la novela Plataforma [3], dice lo siguiente: “Uno piensa, tras leer unas doscientas páginas de Plataforma, que ha sido objeto de un timo editorial [...]: el amigo Michel se ha hecho famoso y cualquier cosa que haga se vende. Doscientas, o más, páginas de relatos turísticos y pornográficos que, a la postre, terminan por aburrir, aunque en ocasiones pueden llegar a excitarte; entonces nos apartamos de la lectura durante unos minutos... Si no fuera porque se trata de Houellebecq y porque, poco a poco, se van desentrañando los intríngulis de la industria turística (agencias de viajes, complejos hoteleros...) aderezados con aforismos críticos e irónicos sobre la sociedad occidental que a golpe de martillo la van desarticulando cual picapedrero nietzscheano, la novela podría haber sido dejada sin leer más o menos a la mitad. Al final te das cuenta que has de volver a leerla, que no la has comprendido bien”.

El texto de Manguel, reproducido a continuación, es suficientemente explícito, por lo que sobran otros comentarios. El transeúnte sólo añade que, por supuesto, su opinión es del todo subjetiva, y se expone a las reacciones más feroces: también éstas serán bienvenidas, sobre todo si están razonadas.

Michel Houellebecq visto por el dibujante, caricaturista
y videoartista Kzerphii Toomk a partir de una
fotografía
del polaco Mariusz Kubik (2009).

(Fuente: Blog de Kzerphii Toomk, http://kzerphii.20minutes-blogs.fr/)


Escribiendo sobre gustos [4]


Por Alberto Manguel


Los enamoramientos de los otros suelen asombrarnos. Ante el apasionado elogio que alguien pueda hacer de un autor que a nosotros nos parece abominable, tratamos de entender esa emoción con los argumentos que el lector pueda ofrecernos. Casi siempre fallamos. Es que pedir que alguien nos diga por qué lo conmueve una cierta página que a nosotros no nos gusta es como pedir a Don Quijote que nos demuestre que Dulcinea no es, como la vemos, Aldonza Lorenzo. Sin embargo, los lectores persistimos en querer explicarnos, infructuosamente: siglos de crítica literaria han nacido de este incauto impulso.

Yo sé que la obra de Michel Houellebecq ha sido alabada por lectores que juzgo inteligentes, y he intentado muchas veces reconocer el supuesto encanto, inteligencia y humor que aducen sus defensores. No lo he logrado. He pedido, a quienes juzgan a Houellebecq "el más importante escritor francés de nuestro tiempo" (Fernando Arrabal, entre otros), que me muestren algún párrafo, alguna línea sin la cual "el mundo sería más pobre". Nunca lo han hecho. Han aducido en cambio razones políticas, sociales, psicológicas; han hablado de provocación, de avasalladora crítica del mundo occidental, de embestida contra la hipocresía de nuestro tiempo, de épater le bourgeois. Dudo, sin embargo, que decir, como lo hace uno de sus protagonistas, que los hombres sólo quieren "una dulce esposa que les lleve la casa y cuide a los niños", o una prostituta ocasional, épate a nadie en la época de Berlusconi o DSK. [5]


Curiosamente, al defender a Houellebecq, pocos hablan de literatura. Quiero decir: pocos hablan de eso que diferencia la invectiva, o la confesión, o el catequismo, o cualquier otro artefacto verbal, de la creación literaria. Digo no saber por qué exactamente un texto me importa, pero sé que cuando leo busco en la escritura algo que me atrape y me conmueva, no a través de argumentos, sí a través de una tensión creada por las palabras mismas. Eso no me ha ocurrido nunca leyendo a Houellebecq. Doy un ejemplo al azar, tomado de la página 315 de la novela Plataforma, muy bien traducida por Encarna Castejón: "Del amor me cuesta hablar. Ahora estoy seguro de que Valérie fue una radiante excepción. Se contaba entre esos seres capaces de dedicar su vida a la felicidad de otra persona, de convertir esa felicidad en su objetivo. Es un fenómeno misterioso. Entraña la dicha, la sencillez y la alegría; pero sigo sin saber por qué o cómo se produce. Y si no he entendido el amor, ¿de qué me serviría entender todo lo demás?". El estilo es chato, monótono, perfectamente adecuado a la banalidad de la idea que propone: "No sé qué cosa es el amor".


Cubierta de la edición española de Plataforma
(Editorial Anagrama, 2001).

Alan Pauls [6], en lo que imagino es un esfuerzo por elogiar a Houellebecq, ha descrito su tono como el de "un burócrata vitalicio atrapado en la peor de las situaciones: no poder evitar ocuparse de un mundo que ya no lo desea". Exactamente, y no sé por qué un lector sensato elegiría leer página tras página de "burocracia vitalicia". Se dirá que es el narrador quien habla, no Houellebecq. De acuerdo, pero algo más buscamos en un texto literario que la repetición de la banalidad cotidiana, el eco fiel de la tontería sentimental. Houellebecq ha dicho que se rehúsa "hacer literatura". Quizás sea esa la razón por la cual él y yo no nos entendemos.


[1] Michel Houellebecq:
Les particules élémentaires. Flammarion, París, 1998. 318 páginas. Esta novela fue traducida al español por Encarna Castejón y publicada por Editorial Anagrama, de Barcelona, en 1999.

[2] “Lucie Ceccaldi : ‘Ce ne sont pas aventures, ce sont des emmerdements’”, en L’Express, 29 de abril de 2008.
[3] Francisco Rosa Novalbos: “La auténtica ampliación del campo de batalla", en Cuadernos de Materiales, Madrid, núm. 18. Plataforma (Plateforme), traducida por Encarna Castejón, fue publicada por Anagrama en 2001.

[4] Artículo publicado en el suplemento ‘Babelia’ del diario El País, Madrid, núm. 1031, 27 de agosto de 2011.
[5] Con estas iniciales Manguel alude a Dominique Strauss-Kahn, el político francés que en mayo de este año tuvo que dimitir del cargo de director gerente del Fondo Monetario Internacional al verse involucrado en un supuesto escándalo sexual, por el que fue detenido en los Estados Unidos.
[6] Escritor, periodista cultural y profesor de teoría literaria argentino (Buenos Aires, 1959), ganador del Premio Herralde de Novela en 2003.


12 agosto 2011

La voz a otros debida: Algunas impresiones de Henry James desde Venecia (1869)

El puente veneciano de Rialto en la década de 1860 (fotografía anónima).
(© Sammlung Herzog, Basel)

El escritor estadounidense Henry James (Nueva York, 15 de abril de 1843 – Londres, 28 de febrero de 1916) pasó largas temporadas en Europa, gracias a la situación económicamente privilegiada de su familia, y un año antes de su muerte, establecido en Londres, adquirió la nacionalidad británica.

Retrato de juventud
de Henry James.


James fue también un apasionado viajero y un enamorado de Italia, sobre todo de la Toscana y de Venecia. Dejó constancia de ello en su libro Italian Hours (1909) [1] y en su abundante correspondencia, la cual se empezó a publicar a partir de 1920. Se conservan más de 10.400 cartas suyas, depositadas en distintas bibliotecas, que pese a no estar destinadas a la publicación (había pedido a su albacea, su sobrino Harry, que a su muerte fueran quemadas, deseo expresado incluso en su obra The Aspern Papers [2], que no se cumplió) se han ido sacando a la luz.

Henry James se distinguió precisamente por su elegante y a la vez directo estilo epistolar. El texto reproducido a continuación procede de la edición cuidada por Leon Edel de su correspondecia (¡siempre llena de incisos!), traducida y publicada parcialmente en el libro Cartas desde Venecia por Miguel Ángel Martínez-Cabeza. [3]



Venecia es magníficamente bella y en gran medida, según mi percepción, es la Venecia del romance y la fantasía. Recuerdo que Taine habla en alguna parte de “Venecia y Oxford, las dos ciudades más pintorescas de Europa”. Personalmente prefiero Oxford: me transmitió cosas más profundas y valiosas que nada de lo que he aprendido aquí [4]. Es como si hubiese nacido en Boston: aunque mi vida dependiera de ello, no podría rendirme plenamente al Genio de Italia, o al Espíritu del Sur –o lo que sea que uno pueda llamar a la maldita cosa–; pero sin embargo lo siento en todos mis latidos. Si pudiera hablar en vez de escribir te contaría mil cosas de mis últimos días en Suiza, en especial mi descenso de los Alpes –aquel extraordinario día de verano en la montaña del Simplón donde contemplé la inmensidad y olí Italia desde la distancia–. Este tono italiano de las cosas que percibí entonces se ha depositado en mi alma y va adquiriendo un peso creciente, pero yace como una masa fría y ajena –nunca absorbida ni hecha propia–. El significado de esta imagen soberbia es que creo que nunca veré a Italia –a Venecia, por ejemplo– sino desde fuera; mientras que en Oxford y en Inglaterra en general me pareció que respiraba el aire de casa. Ruskin recomienda al viajero [5] que vaya a menudo y sin prisa a cierta sala gloriosa del Palacio Ducal donde Paolo Veronés se recrea en los techos y Tintoretto ruge en las paredes porque “en ninguna otra parte se adentrará tan profundamente en el corazón de Venecia”. Pero siento que si pudiera quedarme sentado ahí para siempre (tal como hice esta mañana durante un buen rato) sólo seguiría sintiendo más y más mi inexorable americanidad. Como yanqui quejica y picajoso, sin embargo, disfruto profundamente de las cosas. […] Lo primero que llama la atención, cuando uno se pone a recapitular después de haber estado en el Palacio Ducal y la Academia, es que con diferencia no se ha estado tanto viendo pinturas como pintores. […]

La batalla de Argenta, pintada por Jacopo Robusti (conocido
como Tintoretto) entre 1579 y 1582 en el techo de la Sala del Maggior
Consiglio del Palacio Ducal de Venecia.


Más tarde fui en góndola hasta el Lido para contemplar por última vez el Adriático. Era una tarde gloriosa y estuve paseando junto al mar casi dos horas oyendo su murmullo. Me sorprendió más que nunca el parecido de Venecia –sobre todo esa parte– con Newport. La misma atmósfera, la misma luminosidad. Estar aquí viendo el Adriático con la cadena de islas bajas en el horizonte fue igual que mirar el mar desde una de las playas de Newport con Narragansett en la distancia. He visto el Atlántico tan azul y tranquilo, ¡tan musical, casi! Si las palabras no fueran tan estúpidas y desvaídas, fratello mio, y las oraciones tan interminables y la caligrafía tan difícil, me gustaría obsequiarte con otra docena de páginas sobre este paraíso acuoso. Lee la Italia de Teófilo Gautier: trata sobre todo de Venecia. Tengo curiosidad por saber cómo permanecerá esta quincena encantada en mi memoria dentro de quince años –pues aunque me he acostumbrado absurdamente a todo, no obstante se mantiene una corriente subterránea palpable de profundo deleite–. Las góndolas te miman haciendo difícil volver a la vida ordinaria. Para empezar, en ellas alcanza la perfección el placer indolente. El asiento es tan suave y mullido y adormecedor, y el movimiento tan dulcemente elástico y continuo, que aun cuando te llevan a lo largo de millas de pesada oscuridad te parece la diversión más deliciosa. Además, cuando te elevan en el aire sonrosado por estas veredas líquidas bajo los balcones de palacios tan encantadores en diseño y gusto como lastimosos en su abandono y decadencia, puedes imaginarte que es mejor que caminar por Broodway.


(Fragmentos de la carta dirigida por Henry James a su hermano Bill, escrita entre los días 25 y 26 de septiembre de 1869 desde el Hotel Barberi de Venecia.)

[1] Parte de esta obra fue publicada en español en 2008 por Abada Editores de Madrid con el título Horas venecianas (edición y traducción de Miguel Ángel Martínez-Cabeza).

[2] The Aspern Papers se publicó en 1888. Se puede encontrar en versión española: Los papeles de Aspern, traducción de Catalina Martínez Muñoz. Alba Editorial, Barcelona, 2009.
[3] Henry James: Cartas desde Venecia. Edición y traducción de Miguel Ángel Martínez-Cabeza. Abada Editores, Madrid, 2011. Leon Edel publicó las Henry James Letters en cuatro volúmenes (The Belknap Press of Harvard University Press, 1974-1984).

[4] “Más adelante HJ cambiaría de opinión en favor de Venecia”, dice el traductor y editor de esta edición española en nota al pie.

[5] En su primera obra, Modern Painters (1843), traducida parcialmente al español por Carmen de Burgos con el título Los pintores modernos. El paisaje. Editorial Prometeo, Valencia, 1913.

05 agosto 2011

((SIN COMENTARIOS))


© Max
(Diario El País, Madrid, suplemento "Babelia", núm. 1027, 30 de julio de 2011)
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