27 febrero 2011

Martin Niemöller como actor de la intrahistoria

Martin Niemöller en un acto del Consejo Mundial de las Iglesias,
en septiembre de 1954.

(Foto © John Dominis/Time & Life Pictures/Getty Images)

Hace poco cayó en las manos del transeúnte, amigo de coleccionar curiosidades, una “entrada” o pase para una conferencia del pastor y teólogo luterano alemán Martin Niemöller en Heldelberg, un papelito de color verde apagado. La charla tuvo lugar el 21 de junio de 1947, y no se especifica sobre qué versó. Y puesto que se trata de eso, de una curiosidad (que por principio ha de interesar mínimamente a una persona curiosa), le dio por averiguar quién era el personaje en cuestión. Y le parece que su biografía bien merece ser divulgada, pues es, en cierto modo, una prueba de la relatividad de las “verdades históricas” cuando pretenden ser absolutas, o una manera de ver la intrahistoria, más o menos tal como la definió Miguel de Unamuno.


Nacido en Lippstadt, una ciudad mediana de Westfalia, el 14 de enero de 1892, este eclesiástico murió en Wiesbaden (Hesse) el 6 de marzo de 1984. Tras su graduación como oficial-cadete de la Marina Imperial alemana, participó activamente en la primera guerra mundial –y fue incluso condecorado con la Cruz de Hierro de primera clase– como primer oficial de un submarino que contó entre sus gestas el hundimiento de treinta y cinco buques, aunque para él uno de esos hundimientos, que tuvo lugar el 25 de enero de 1917, supuso una carga de conciencia que luego le resultaría insoportable: “Marcó un punto de no retorno en mi vida, ya que me hizo abrir los ojos ante la imposibilidad absoluta de un universo moral”, comentaría a sus biógrafos Jay Winter, Jay y Blaine Baggett [1]. Acabó la guerra, sin embargo, como comandante de otro submarino, el U-67, que echó a pique tres navíos aliados.

El submarino U-67, a cuyo mando
estuvo Martin Niemöller al final
de la primera guerra mundial.


Terminado aquel conflicto, en el que Alemania sufrió una derrota, muy mal digerida, las reflexiones llevaron a Niemöller a estudiar teología en el seminario de la Universidad de Münster, y en 1924 recibió las órdenes de pastor de la Iglesia luterana. Destinado en 1931 a una parroquia de la periferia de Berlín, simpatizó con el nazismo, fue incluso miembro de los Freikorps (‘Cuerpos francos’, unas milicias combatientes autónomas que los nazis retomaron de las que había creado Federico II de Prusia en el siglo XVIII, durante la guerra de los Siete Años, y que utilizaron para defender las fronteras alemanas ante un hipotético ataque del Ejército Rojo) y acató el nacionalismo anticomunista y antisemita de Hitler. [2]

En la época de sus tanteos
con el nazismo.


Sin embargo, cuando en 1933 los nazis pusieron en práctica la Gleichschaltung (‘sincronización’) para imponer el control totalitario y crearon el ministerio de Asuntos Eclesiásticos con el objetivo de controlar a las Iglesias e imponerles el Arierparagraph (‘párrafo ario’), que excluía a todo ciudadano de ascendencia judía, Niemöller decidió oponerse a tal cláusula y en mayo de 1934 fundó, con otro pastor y teólogo luterano, Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) y el teólogo suizo Karl Barth (1886-1968), la Bekennende Kirche (Iglesia de la Confesión), cuyo propósito era servir “no al pueblo alemán o a la historia, sino a la palabra soberana de Dios”, la cual rechazó la sumisión de la Iglesia al Estado.

Al mismo tiempo, los confesantes rompieron toda relación con la Iglesia Evangélica Alemana, que continuó fiel al régimen nazi.
La nueva Iglesia fue objeto de desprestigio público y persecución, y el 1 de julio de 1937 Martin Niemöller fue arrestado por la Gestapo –que hacía tiempo que había “pinchado” su teléfono–, acusado de “traición al Estado y el Partido”, y condenado en marzo de 1938 a siete meses de prisión, que de hecho ya había cumplido; para privarlo de libertad, fue detenido nuevamente por la Gestapo y enviado al campo de concentración de Sachsenhausen y, en 1941, al de Dachau, donde permaneció hasta que fue liberado por tropas estadounidenses el 5 de mayo de 1945. Cuando estaba en Dachau su hija pequeña, Jutta, falleció de difteria, su hijo mayor murió combatiendo en Pomerania y otro hijo suyo fue hecho prisionero por el Ejército Rojo.

Nunca se ha sabido muy bien hasta qué punto Martin Niemöller se enemistó con Hitler, al margen de los asuntos de la Iglesia. De hecho, él mismo confesó en junio de 1945, durante una conferencia de prensa en Nápoles, que “nunca se había peleado con Hitler sobre cuestiones políticas, sino únicamente por razones religiosas” (los hechos cantan: en 1931 proclamaba desde el púlpito que Alemania necesitaba un Führer y difundía los puntos de vista de Hitler sobre raza y nacionalidad; y cuando Hitler retiró a Alemania de la Liga de las Naciones, en octubre de 1933, Niemöller le envió un telegrama de felicitación). En aquella misma conferencia de prensa afirmó, sin sonrojarse, que en 1939, tras su detención, se había ofrecido como combatiente a la Marina alemana.

Niemöller representado entre la esvástica y la cruz
en la cubierta de un número de la revista Time.


Estas declaraciones públicas, naturalmente, lo convirtieron en sospechoso a los ojos de los vencedores de la guerra, y cuando pretendió visitar la Gran Bretaña se desencadenó una campaña contra él, en la que participó incluso el arcediano de Lancaster, quien manifestó que “la visita del pastor en este momento no puede ser más que perjudicial”. Sí que visitó en cambio, sin problemas, la Unión Soviética (años más tarde, en 1967, sería honrado con el premio Lenin por su labor a favor de la paz; en 1971 le fue otorgada, por la misma razón, la Cruz al Mérito de la República Federal de Alemania).

Incorporado tras su liberación al movimiento pacifista, presidió la Iglesia Protestante de Hesse y Nassau (1947-1961) y protagonizó una gira mundial para reconocer la culpa colectiva por la persecución nazi y los crímenes cometidos contra la humanidad, en nombre de la Iglesia Evangélica Alemana: su libro Stuttgarter Schuldbekenntnis (‘Confesión de culpabilidad de Stuttgart’, escrito antre 1946 y 1947) recoge sus reflexiones sobre esta cuestión. También presidió Consejo Mundial de las Iglesias.


Con su primera esposa, Else, en 1961,
poco antes de que ella muriera en
un accidente de tráfico y él resultara
herido de consideración el 7 de agosto
de aquel mismo año.


Como pacifista fue un muy activo en la lucha por el desarme nuclear, tras considerar inmoral el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki; en 1959 unas duras declaraciones contra el estamento militar lo llevaron de nuevo ante los tribunales. Más tarde lideró el Movimiento Alemán por la Paz, desde donde se opuso abiertamente a la guerra de Vietnam: en 1965 y en pleno conflicto viajó a Vietnam del Norte y se entrevistó con el presidente comunista Hồ Chí Minh, lo cual levantó una fuerte polémica, sobre todo cuando comentó que “está claro que el presidente de Vietnam del Norte no es un fanático, sino una persona con mucha determinación y un hombre poderoso, pero con capacidad para escuchar a los demás, algo poco frecuente en una persona de su posición”.

Pese a su gran personalidad y sus fuertes convicciones, que lo enfrentaron a políticos de talla, nunca perdió su característico sentido del humor. En 1982, durante la celebración de sus 90 años, dijo que había comenzado su carrera política como un ultraconservador que deseaba el regreso del Kaiser –siempre se declaró monárquico–, pero se había convertido en un revolucionario: “Si vivo hasta los 100 años –añadió– tal vez acabe siendo anarquista”.


En 1946 escribió el poema reproducido a continuación, basado en el sermón que pronunció con motivo de la Pascua de aquel año (“¿Qué hubiera dicho Jesucristo?”) y que se hizo muy popular, aunque se dudó durante mucho tiempo de su autoría y algunos lo atribuyeron a Bertolt Brecht; las manifestaciones su esposa Sybille, después de su muerte, y las investigaciones que haría al respecto Harold Marcuse [3] –uno de los mayores investigadores de la obra de Niemöller–, sin embargo, disiparon las dudas. La siguiente es una de las diversas versiones que circulan de este poema:


Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,

guardé silencio,

porque yo no era comunista.


Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,

guardé silencio,

porque yo no era socialdemócrata.


Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,

no protesté,

porque yo no era sindicalista.


Cuando vinieron a llevarse a los judíos,

no protesté,

porque yo no era judío.


Cuando vinieron a buscarme,

no había nadie más que pudiera protestar.


[Als die Nazis die Kommunisten holten, / habe ich geschwiegen; / ich war ja kein Kommunist. // Als sie die Sozialdemokraten einsperrten, / habe ich geschwiegen; / ich war ja kein Sozialdemokrat. // Als sie die Gewerkschafter holten, / habe ich nicht protestiert; / ich war ja kein Gewerkschafter. // Als sie die Juden holten, / habe ich nicht protestiert; / ich war ja kein Jude. // Als sie mich holten, / gab es keinen mehr, der protestieren konnte.]

Sin embargo, hay otras versiones, como la que se puede escuchar aquí.


Niemöller con el premio Nobel de química estadounidense
Linus Pauling y su segunda esposa, Sibylle, en 1983,
pocos meses antes de su muerte.


Martin Niemöller fue, pues, una figura controvertida, que se movió en todo momento entre su apego al nacionalismo alemán, profundamente monárquico, su relación de amor-odio con el nazismo (Hitler quiso reconstruir el imperio perdido) y su compromiso con la paz, fruto seguramente de una no muy disimulada necesidad de catarsis. Características que han definido muchas biografías, sobre todo de actores secundarios en el escenario de la historia.


[1] Jay Winter, Jay y Blaine Baggett: 1914-18: The Geart War and the Shaping of the 20th Century. Londres, BBC Books & Nueva York, Penguin Books, 1996.
[2] Véase el estudio de Robert Michael: “Theological Myth, German Antisemitism, and the Holocaust: The Case of Martin Niemoeller”, en Holocaust Genocide Studies, Oxford, 1987, 2 (1), pp. 105-122. (Este artículo se puede descargar íntegro, previa suscripción, a través del enlace http://hgs.oxfordjournals.org/content/2/1/105.full.pdf.)

[3] Véase http://www.history.ucsb.edu/faculty/marcuse/niem.htm.


21 febrero 2011

((SIN COMENTARIOS))

© Forges, en El País, Madrid, 21 de febrero de 2011.

13 febrero 2011

Liberté, égalité, fraternité?... Sarkozyté!

Entrada al municipio de Ciboure (a la izquierda de la imagen)
en el puente Charles de Gaulle sobre el río Nivelle.
A la derecha, Sant-Jean-de-Luz.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Ciboure (Ziburu, en vasco) es una pequeña localidad separada por el río Nivelle (Ur Ertsi, en vasco, cuyas aguas provienen de tierras navarras) de otra mayor y más conocida: Saint-Jean-de-Luz (Donibane Lohizun), con la que comparte estación ferroviaria y un pequeño puerto fluvial. Para pasar de la una a la otra hay que cruzar el río con alguna embarcación (suele estar en servicio una barca-transbordador para pasajeros) o bien dar un pequeño paseo, pasar el río por el puente Charles de Gaulle de la carretera D 810 (un ramal –denominado allí avenue Jean Jaurès– de la carretera general que enlaza París con Hendaya y el puente internacional de Irún) y bajar hacia el mar por el otro lado.

El transeúnte aprovechó una reciente estancia en Donostia para visitar estas dos localidades del lado francés de Euskal Herria [1]. Disfrutó primero de la paz invernal de Saint-Jean-de-Luz, donde comió espléndidamente, y aprovechó las primeras horas de la tarde, antes de emprender el viaje de regreso a la capital guipuzcoana, para darse una vuelta por Ciboure, a cuya entrada se había instalado un gran parque de atracciones en el que los niños parecían disfrutar de atracciones, chuches y ese algodón de azúcar que se conoce como barbe à papa.

En esta ocasión no va a describir tan bellos lugares, aunque aproveche para decir que en Ciboure nació en 1875 el compositor Maurice Ravel, el del famoso y magnífico Boléro (tan mal comprendido muchas veces). Va a contar una pequeña aventura, una de esas experiencias que dan sentido, pese a todo, a la vida del viajero.

La iglesia de Saint Vincent
y la Croix blanche, en Ciboure.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Con su cámara de fotos siempre a punto para captar lo insólito, lo efímero y aquello que le llama la atención, el transeúnte pasó frente a la iglesia de Saint Vincent (con su “Cruz Blanca”, etapa de uno de los ramales del Camino de Santiago) y se adentró por la rue Pocalette, paralela al paseo que sigue la ribera del río. Hizo varias tomas de detalles y también de las fachadas de esas bonitas casas que caracterizan las tierras vascas, con sus maderas pintadas de colores alegres (azul, verde, grana…) y, despreocupado y pendiente de lo que se ofrecía a sus ojos, se vio sorprendido en la desembocadura de aquella calle por tres gendarmes que lo rodearon de inmediato y le preguntaron, de sopetón, qué estaba fotografiando.

–Perdone, monsieur, pero en la calle por la que ha pasado está prohibido tomar fotos. Muéstreme los clichés.


–No he visto ningún cartel que lo indicara –replicó el transeúnte, que suele tener mucho aplomo en estos casos, pues ha pasado por experiencias parecidas en países sometidos a regímenes totalitarios. Se suponía que no era el caso de Francia, por lo que nada debía temer.


El gendarme fue observando las imágenes en la pantalla de la cámara y obligó al transeúnte a borrar algunas, cosa que éste hizo, mal que le pesara, arrepentido ahora de no haberse plantado ante tan caprichosa decisión de un don nadie uniformado. A veces le cuesta un poco reaccionar en caliente.


Una de las pocas fotos de la rue Pocalette
que el transeúnte logró salvar.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

–Un documento de identidad, por favor… (pièce d’identité, se dice en francés, para asombro del foráneo, a quien le parece que en Francia la identidad puede despiezarse).

–¿Puedo saber qué es esto?

–Nada, monsieur, se trata sólo de un control rutinario.


El gendarme que se había apoderado del documento de identidad del transeúnte se alejó unos pasos, se conectó con su radioteléfono a algún misterioso lugar y transmitía a su también misterioso interlocutor los datos del sospechoso, que mientras tanto era custodiado por sus otros dos compañeros. Más allá, en los muelles, a orillas del río, había dos furgones celulares y otros seis o siete gendarmes.

En un momento dado, el que transmitía los datos se acercó al transeúnte y le preguntó qué significaba esa enigmática abreviatura “c/” que precedía al nombre de la calle donde vive.

–Significa rue, monsieur.

–Ah, cal-le… –suspiró tranquilizado después de haber hecho gala de su estupendo espagnol, y volvió sobre sus pasos.


La desembocadura del río Nivelle
desde los muelles de Ciboure (donde
estaban apostados los gendarmes
con sus furgones). A la derecha,
el faro de Saint-Jean-de-Luz.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)


Uno de los uniformados que retenían al transeúnte (aunque sin ponerle las manos encima en ningún momento, ¡sólo hubiese faltado eso!) empezó a interrogarlo. Le llamaba la atención que el sospechoso hablara tan fluidamente el francés y le preguntó a qué se debía. ¿Había vivido el sospechoso en Francia? ¿No? Étonnant... En lugar de contestarle, el sospechoso le espetó, irónico (siempre en fluido francés, claro):

–Hay otras lenguas que hablo mejor.


–¿Habla usted vasco? –se empezaba a vislumbrar por dónde iban los tiros.

–No.


–Pero, ¿lo entiende?


–Por qué quiere saber esas cosas, si se trata de un control rutinario, como dicen ustedes.

–Obedecemos órdenes, monsieur.

Un típico panier à salade
('ensaladera
'), como son conocidos
popularmente los furgones celulares
de la Gendarmería francesa.

(Foto: Collection CHARLYDESIGN93)

No sabe por qué (o quizá sí), al transeúnte le pasaron por la cabeza otros momentos en que había oído y leído esa frase: los ejecutores nazis obedecían órdenes, los agentes comunistas siempre obedecían órdenes, los sicarios de las dictaduras más sangrientas se defendían en los juicios con esa misma afirmación y trataban de pasar así la responsabilidad de sus atrocidades a entes superiores. Decidió provocar:

–Si quiere interrogarme, hagamos las cosas como es debido: lléveme a comisaría, póngame en contacto con un representante diplomático español para que me facilite un abogado y conozca mi situación…


–Pero... monsieur, por favor, no exagere…


–Oiga, gendarme al transeúnte ya no le parecía un monsieur: ¡se acabaron las buenas maneras y era hora de formalidades!; si alguien exagera y monta el pollo (en fait tout un fromage, se dice en francés), son ustedes.

–¡Cuidado con lo que dice, monsieur!

–Escuche, soy un ciudadano libre y honesto y creo estar en un territorio libre…


–Sin duda, pero en las circunstancias actuales... ya me entiende… los extranjeros…


¡Ay lo que dijo! El transeúnte no le dejó acabar la frase, de modo que no sabe cómo iba a terminarla, ni le importa.


–¡No soy un extranjero! Soy un ciudadano europeo y estoy chez moi (es decir, en mi casa), ¿me entiende usted? ¿O es que Francia se ha dado de baja de la Unión Europea y yo no me he enterado, gendarme?


Saint-Jean-de-Luz desde Ciboure.
(Foto; Albert Lázaro-Tinaut)

El transeúnte fingió indignación y hasta cierto desprecio al pronunciar la palabra gendarme, separando un poco las sílabas; pero la verdad es que empezaba a divertirse. El uniformado titubeó, no sabía qué decir, se sentía indefenso pese al armamento que colgaba de su cintura.


Su compañero, que había permanecido en silencio, le tocó el hombro para tranquilizarlo, y el tercero regresó con su radioteléfono y pidió al que tocaba el hombro del que se había puesto nervioso que anotara toda la filiación del transeúnte, cosa que hizo en un pequeño bloc.


–Bueno, ¿se puede saber qué pasa conmigo, gendarmes? Porque a este paso voy a perder el tren.


–Nada, no se preocupe, monsieur. Ya le hemos dicho que es un control rutinario –contestó el del radioteléfono.


Bonjour, la routine…! (¡Pues vaya rutuina…!) –una vez más, el transeúnte no pudo evitar la ironía provocadora.

–No hemos de hacerle ningún reproche… Es… es sencillamente que en esa calle tiene su casa un ministro –añadió bajando la voz (tal vez debería entenderse lo de “ministro” en femenino, habida cuenta de que un importante miembro del gobierno francés, mujer ella, fue alcaldesa de Saint-Jean-de-Luz, como averiguó luego el transeúnte a través de internet)–. En Francia la ley prohíbe fotografiar cualquier edificio público –prosiguió el gendarme en cuestión, ya en tono conciliador–: un Ayuntamiento, una Préfecture, una estación de tren… Se lo digo para que lo tenga en cuenta. Nosotros estamos aquí para algo (pour quelque chose), entiéndalo.


Detalle de una fachada en Ciboure.
(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

La casa de un ministro, hombre o mujer (personaje público), resultaba ser un edificio público, con la particularidad de que nada indicaba esa condición extraordinaria.

–Tenga, y muchas gracias, monsieur –dijo el que había anotado concienzudamente los datos en el carnet (no sé si copió incluso la foto…), mientras le devolvía al transeúnte su documento de identidad.

–Por esta parte puede tomar clichés de todo lo que quiera –añadió el del radioteléfono esbozando una sonrisa forzada y mostrando con un amplio gesto de su mano derecha la parte ribereña del río. El transeúnte estuvo a punto de pedirles que se pusieran bien para retratarlos, pero no quiso provicar más y prefirió hacerse el maleducado y volverles la espalda para seguir su camino. Es lo que en España se dice popularmente “despedirse a la francesa” y los franceses dicen “filer à l’anglaise” (largarse a la inglesa).

La estación ferroviaria de Saint-Jean-de-Luz - Ciboure.
(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

Había sido una experiencia interesante, sobre todo para comprobar eso que se dice: que la República Presidencial Francesa se ha convertido en un estado policial desde que monsieur Nicolas Sarkozy (Sarko para el populacho) obra de timonel e “ingeniero” a la vez. En los años 70 del siglo pasado el transeúnte –barbudo y con ropa tejana, ¡a quién se le ocurre!– había sido detenido arbitrariamente en el norte de la Argentina (concretamente en el aeropuerto de Resistencia, topónimo que ya se las trae, en la provincia del Chaco) y sometido casi a juicio sumarísimo por un inmenso militar que no hubiera cabido en un armario de dos cuerpos, y que no lo soltó hasta que la lentísima comunicación telefónica con algún centro de seguridad de Buenos Aires le aseguró que no había ningún sospechoso con su nombre ni con sus características; y también lo detuvieron brevemente en Esztergom, al norte de la Hungría comunista, por haber sido testigo de una pelea callejera. Después de la experiencia vascofrancesa se le formó en la mente, por una curiosa asociación de ideas, un nuevo y absurdo topónimo irónicopolítico: República Soviética Sarkozyana (RSS).


Vayan ustedes con cuidado, pues las fronteras aún existen en esta Europa del quiero y no puedo, tan desunida como siempre. En Irún se lo dijeron claramente al transeúnte: con la supuesta desaparición de las fronteras físicas esperaron que, de algún modo, se estableciera algo semejante a aquella utópica República del Bidasoa con la que soñó ingenuamente Pío Baroja, “una república sin frailes, sin dogmas que nos atormenten, sin moscas y sin carabineros”, como recordó su sobrino, Pío Caro Baroja, durante de la inauguración en el centro del ensanche iruñés del monumento al gran autor de la denominada Generación del 98 (tan enemigo él de esos honores) [2], con motivo del cincuentenario de la muerte de éste, en el año 2006. Pero eso también fue un sueño utópico: las relaciones entre las poblaciones de ambas orillas del río Bidasoa son prácticamente inexistentes, y los intentos de organizar actos conjuntos casi siempre han fracasado.


Detalle del monumento a Pío Baroja en la plaza Zabaltza de Irún,
obra del artista asturiano Sebastián Miranda, inaugurado en 2006.

(Foto: Albert Lázaro-Tinaut)

No sólo los Pirineos separan la península Ibérica del resto de Europa; no sólo los Alpes separan dos conceptos de europeísmo, ni sólo las aguas del Rin dividen los territorios de Francia y Alemania. Lo que más separa a los europeos de uno u otro Estado es la falta de voluntad: ¡esta sí que es común!



[1] Denominación, en vasco, de lo que en castellano se conoce como Vasconia, es decir el espacio europeo –documentado desde el siglo XVI–, dividido entre los estados español y francés, donde se manifiestan la cultura y la lengua vascas.
[2] Baroja lo expresó por boca de uno de sus personajes más famosos, el marino autobiógrafo Shanti Andía: “A mí, la verdad, la gloria no me entusiasma. La gloria no es para los países lluviosos; tener una estatua a orillas del Mediterráneo, en una ciudad de Andalucía, de Valencia o de Italia, está bien; pero, ¿qué voy a hacer yo si en premio de este libro me levantan una estatua en Lúzaro? ¿Estar recibiendo constantemente la lluvia en la espalda? No, no; soy muy reumático y ni en efigie me gustaría estar así, a la intemperie”.

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06 febrero 2011

Todos somos plurilingües



El transeúnte leyó recientemente un interesante artículo de Mario Wandruszka (1911-2004), que fue profesor de la Universidad de Salzburgo, titulado “L’uomo plurilingue” [1], y pese a que algunas de las cosas que dice le parecen evidentes, tal vez no lo sean tanto. Por eso cree oportuno trascribir, traducidos, algunos párrafos de ese texto.


Quienes utilizamos la lengua, las lenguas, como herramienta de trabajo, solemos ser conscientes de lo que significa la personalización del lenguaje, de los “contagios” que identifican a una persona, un pequeño colectivo o un escritor. Al mismo tiempo, tememos las tremendas trampas de los denominados “falsos amigos”, a los que el profesor Wandruszka se refiere al final del fragmento elegido.

Sin más preámbulos, he aquí algunas de las consideraciones de este prestigioso romanista austriaco.

El lenguaje, esta humanísima facultad que tenemos de expresar con palabras nuestros deseos, sentimientos, pensamientos, nuestra voluntad, el mundo que nos rodea y lo que tenemos interiorizado, este lenguaje nuestro no lo adquirimos una sola vez y para siempre en la primera infancia como una lengua materna única, homogénea y definitiva. El lenguaje hablado, es decir, las distintas variedades socioculturales utilizadas por nuestra madre y otros familiares, lo que la abuela lee al niño o la niña, la televisión, cada vez más invasiva, las variantes locales y sociales que se aprenden desde el parvulario, no son más que el encaminamiento hacia un plurilingüismo que caracteriza cada vez más la lengua escrita que se aprende en la escuela, la lengua literaria y poética, la lengua nacional, estatal, burocrática, política, periodística, todos los lenguajes sectoriales de las ciencias modernas y de las tecnologías más avanzadas, con sus jergas y
slangs, todas las hablas de nuestra vida diaria en movimiento perpetuo.

Cyanotype-spiral, de Jonathan A Lewis.
(© 2008)


En este sentido, y en distinta medida, todos somos plurilingües ya en el ámbito de nuestra lengua materna. Este plurilingüismo fundamental, tanto si es individual como si es colectivo, presenta desde el principio tres características que muchos lingüistas –ya sean saussurianos o chomskianos– olvidan e incluso menosprecian en sus esqueléticas esquematizaciones.


- La comprensión del discurso supera siempre, sobradamente y de mil maneras, tanto nuestra facultad de reproducción como la de producción. Cada uno de nosotros sólo es capaz de reproducir o producir una pequeñísima parte de todos los sonidos y vocablos, de todas las formas y figuras del lenguaje que entendemos cuando lo escuchamos o lo leemos.


- Obviamente, nuestro plurilingüismo es imperfecto, necesariamente incompleto. La imperfección es un elemento propiamente constitutivo del lenguaje humano, la presuposición de cualquier proceso creativo, de cualquier evolución, cambio, renovación, enriquecimiento de nuestras lenguas, donde tienen mucho que ver los préstamos de una a otra lengua.


- La facultad de aprender y utilizar (siempre imperfectamente) diferentes lenguas nos impulsa siempre a producir, a cometer interferencias o hacer interpretaciones y, por consiguiente, causamos innumerables hibridaciones (lo que en alemán se conoce como Sprachmischungen), un fenómeno universal al que ya se refirieron hace cien años Hugo Schuchardt y Hermann Paul. [2]

Uriel Weinreich [3], con su obra Languages in Contact (1953), nos acostumbró a hablar de “contactos de lenguas”, un concepto que considero más bien torpe porque, en realidad, no dice de qué se trata: las bolas de billar también entran en contacto entre sí. No se trata sólo de contacto, de hecho es contagio, connivencia entre lenguas: se trata de su interacción e interpretación. Esto ha producido, entre otras cosas, en todas las lenguas europeas, el ingente denominador común de origen grecolatino, los millares de palabras, prefijos, sufijos, locuciones y expresiones, metáforas del patrimonio común que se reconocen fácilmente de una lengua a otra mediante las modificaciones fonéticas y morfológicas que ha sufrido cada una de ellas. Es una auténtica comunidad lingüística europea que se amplía y se intensifica cada día con las recentísimas terminologías científicas y tecnológicas.

Nos basta abrir cualquier diario escrito en una de nuestras lenguas y subrayar con un lápiz rojo todos los “europeísmos” grecolatinos que encontremos en una sola página para darnos cuenta de la importancia decisiva, por cantidad y calidad, de esta comunidad lingüística europea, efectiva y cada vez más activa. […]

El resultado de todo ello es que nuestras lenguas se parecen cada vez más. Este mismo fenómeno de convergencia lingüística se observa en cualquier lugar de una Europa que algunos se apresuran a denominar “postnacional”.

Se trata, lamentablemente, de una convergencia no tan sólo imperfecta, sino incluso caprichosa y paradójica, porque al lado de innumerables términos europeos de significado idéntico en las diferentes lenguas –auténticos amigos paneuropeos de toda confianza–, hallamos los abominables “falsos amigos”, producidos por mil peripecias y contingencias históricas. Lo que en alemán decimos die Firma, no es la firma estampada sobre un papel, sino la empresa; der Statist no es el hombre de Estado (que en alemán sería der Staats-mann), sino el figurante (en una obra teatral, o el extra en una película). La palabra castellana largo, en italiano significa ‘ancho’, y al verbo italiano salire le corresponde el castellano ‘subir’; un successo, en italiano, equivale a nuestro ‘éxito’, y genial, en inglés, no tiene el significado castellano de ‘genial’, sino el de ‘jovial’, ‘alegre’, ‘cordial’. Lo mismo ocurre entre las lenguas escandinavas y eslavas.



Nuestras lenguas no responden a sistemas lógico-matemáticos ideados por algunos semantistas europeos y estadounidenses. Los falsos amigos, por un lado, y las duplicidades semánticas, por otro, tan frecuentes en nuestras lenguas (es decir, un término europeo, internacional, junto a una palabra “indígena” por decirlo de alguna maneraaproximadamente equivalente, aunque tenga un valor estilístico algo diferente), demuestran lo contrario.

Hay que ir, pues, con pies de plomo. Si un italiano os dice que hay burro en la comida, conviene saber que es mantequilla; si un francés habla de voler, se refiere al robo, y no al vuelo; si un sueco os propone kaka de postre o con el té, sabed que os ofrece un trozo de pastel; para un portugués un morro es una colina, y en checo hora significa ‘montaña'…


Los “falsos amigos”, como ha dicho el transeúnte al principio y como explica muy bien el profesor Wandruszka, son cepos, trampas en las que se puede caer fácilmente y propiciar malos entendidos, a veces divertidos, pero en ocasiones, desagradables. Y huelga decir que son una de las pesadillas de los traductores. La prensa, con la pretendida excusa de la "urgencia", hace un pésimo servicio a la calidad del lenguaje, en el que los "falsos amigos" sobre todo los de origen anglosajón se cuelan con la facilidad del aire a través de una ventana mal cerrada.

[1] Mario Wandruszka: “L’uomo plurilingue”, en Aspetti metodologici e teorici nello studio del plurilinguismo nei territori dell’Alpe-Adria. Atti del Convegno Internazionale, Udine, 12-14 ottobre 1989. Testi raccolti a cura di Liliana Spinozzi Monai. Tricesimo (Udine), Aviani Editore & Consorzio per la costituzione e lo sviluppo degli insegnamenti universitari, 1990, pp. 11-20.

[2] Hugo Schuchardt (1842-1927) fue un lingüista comparatista austriaco que se especializó en las lenguas neolatinas y criollas, y se interesó también por la lengua vasca (una de sus obras se titula, precisamente, Primitiae Lingvae Vasconum, de 1923). Hermann Paul (1846-1921) era un lingüista y lexicógrafo alemán; entre sus obras destacan Prinzipien der Sprachgeschichte (‘Principios de la historia de la lengua’, 1880) y la traducción al alemán de la epopeya finesa Kalevala (1885), llevada a cabo durante una larga estancia en Helsinki.

[3] Uriel Weinreich (1926-1967), un lingüista judío estadounidense nacido en Vilnius (la actual capital de Lituania), que se especializó en la lengua yiddish de sus antepasados asquenazís, estableció en el libro citado el concepto de interlanguage.


Con un agradecimiento al profesor Pietro U. Dini,
que facilitó al transeúnte el texto de Mario Wandruszka.


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