30 noviembre 2010

Gibraltar: un peñón multiétnico, multilingüe y multirreligioso

El único puesto fronterizo terrestre entre España y Gibraltar, y el peñón,
vistos desde de localidad andaluza de La Línea de la Concepción.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

El topónimo con el que conocemos The Rock (el Kalpe de los antiguos griegos), la colonia británica del sur de la península Ibérica, tiene su origen en la denominación que dieron los árabes al peñón donde se asienta: Yabal Tariq (جبل طارق), “la montaña de Táriq”, en honor a Táriq ibn Ziyad al-Layti (طارق بن زياد), el caudillo beréber que desembarcó allí con sus tropas el año 711 y que, según la tradición, lideró la conquista de la Hispania visigoda.


La historia de esta estratégica península de 6,5 kilómetros cuadrados, situada al este de la bahía de Algeciras, es bien conocida: formó parte de la taifa de Granada, fue tomada por las tropas castellanas en 1309, reconquistada por los benimerines en 1333, cedida por éstos al reino nazarí de Granada veinticuatro años más tarde y, finalmente, conquistada para la Corona castellana por el duque de Medina-Sidonia en 1562, aunque hasta 1501 no fue incorporada oficialmente al Reino de Castilla.


El sitio anglo-holandés que sufrió el peñón del 1 al 4 de agosto de 1704, durante la guerra de Sucesión española, obligó a las tropas borbónicas de Felipe V a capitular ante el príncipe de Hesse-Darmstadt, quien tomó posesión de Gibraltar en nombre del archiduque Carlos de Austria, pretendiente a la corona española.

A British Man of War before
the Rock of Gibraltar
, pintura

de finales del siglo XVIII,
del
artista inglés Thomas
Whitcombe.

Tras un sitio fallido por parte de las tropas hispano-francesas, mediante el tratado de Utrecht, que puso fin a la guerra de sucesión, en 1713 Gibraltar se convirtió en posesión británica, y continúa siéndolo como colonia, a pesar de los frecuentes intentos españoles para recuperar aquel territorio.


Cuando el transeúnte visitó Gibraltar, lo primero que le sorprendió, desde el autobús que tomó después de pasar a pie la frontera hispano-gibraltareña, fue ver cómo la breve carretera que conduce al centro urbano ha de cruzar la pista del aeropuerto, que se cierra mediante una barrera semejante a la de los pasos a nivel ferroviarios cuando despega o aterriza algún avión.


Al llegar a la ciudad, observó en seguida las curiosas contradicciones que se dan en aquel lugar, donde los llanitos (nombre con el que son conocidos los gibraltareños) conservan un castellano heterodoxo, con un marcado acento andaluz, mientras que el idioma oficial de la colonia es el inglés, lengua en la que están escritos casi todos los rótulos (pese a que en algunos casos aparece el bilingüismo).

Un característico autobús
inglés en el centro urbano
de Gibraltar; se pueden
observar (haciendo clic
sobre la foto para ampliarla)
las inscripciones bilingües,
en inglés y castellano.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

También es contradictorio el uso de la moneda: oficialmente, se utiliza la libra esterlina británica (que tiene incluso una versión local emitida
por el Gobierno de Gibraltar: la Gibraltar pound), pero el euro circula paralelamente y con frecuencia los precios están marcados en ambas unidades monetarias. Sin embargo, la moneda europea no se admite en determinados lugares, como por ejemplo la oficina de Correos.

Un billete de 20 libras esterlinas emitido por el Gobierno de Gibraltar.

El transeúnte pudo constatar, además, que el pequeño núcleo urbano de Gibraltar, dividido en siete áreas residenciales y poblado por poco más de 27.000 personas, es un centro multicultural y multirreligioso muy interesante en el que se mezclan la población local (de raíces andaluzas o andalusíes), una minoría de británicos (dedicados sobre todo a tareas administrativas, comerciales y oficiales) y unas relativamente nutridas comunidades musulmana (cerca de un 7 % de la población) y judía (presente en el peñón desde hace más de seiscientos cincuenta años, la cual, aunque actualmente sólo representa el 2 % de la población, siempre ha sido muy influyente: se calcula que en el lenguaje local, el llanito, se utilizan unas quinientas palabras de origen hebreo).




























Un niño judío gibraltareño, con la característica kipá.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)




























Puerta de una casa de la comunidad judía de
Gibraltar.
Puede verse el año de construcción:
5655 del calendario
hebreo, que corresponde
al 1895 de nuestro calendario gregoriano.

(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


Hombres musulmanes a la salida de una de les mezquitas de Gibraltar.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

Las religiones mayoritarias, sin embargo, son la anglicana y la católica, cada una de las cuales tiene su catedral y sus templos. También hay templos de otras comunidades protestantes, hinduistas, baha’i, etc.





























La catedral anglicana de la Santísima Trinidad (Holy Trinity),

de estilo morisco y arquitecto desconocido, consagrada en 1838.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)





























La catedral católica de Santa María la Coronada,

levantada
en el lugar que ocupaba una antigua
mezquita.
Fue consagrada el 20 de agosto de 1462.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)

El llanito es un curioso dialecto castellano, muy próximo al andaluz pero a la vez característico y ecléctico. No incluye únicamente expresiones hebreas, sino sobre todo palabras inglesas y también maltesas (muchas familias maltesas se establecieron en Gibraltar), árabes, beréberes, portuguesas, genovesas y de numerosas lenguas de la India, de donde proceden muchísimos comerciantes.


El transeúnte recuerda, por ejemplo, que cuando quiso ir a Punta Europa, la conductora del autobús le advirtió (la transcripción es fonéticamente aproximada): “Vamo’ a ve’ si podemo yegá, que el tiempo ehtá muy windy”; en efecto, el día era ventoso y ello impidió al transeúnte subir a lo alto de The Rock, Signal Hill (de 387 metros de altitud, donde se encuentran los famosos monos gibraltareños), ya que el teleférico por el que se accede no funcionaba aquel día a causa, precisamente, de la fuerza del viento, y los taxistas -especulativos ellos- pedían demasiado dinero para llevarlo hasta allí.


El faro de Punta Europa,
construido
entre 1831 y 1841
y automatizado
en 1994.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


Punta Europa (Great Europa Point, según la toponimia oficial británica) es el extremo meridional de la península de Gibraltar, encarado al norte de África, que es visible en la lejanía. Se trata de un pequeño promontorio rocoso y llano, donde destacan el faro, la mezquita de Ibrahim-al-Ibrahim (financiada por el rey Fahd de la Arabia Saudita e inaugurada el 8 de agosto de 1997) y el pequeño santuario católico de Nuestra Señora de Europa.


La amable conductora del autobús que condujo hasta allí al transeúnte (la fuerza del viento no era tan intensa y las olas, por lo tanto, ya no invadían la explanada como pocas horas antes), le dijo dónde lo esperaría cuando el vehículo de servicio público hiciera el siguiente viaje. De vuelta, íbamos recogiendo escolares, impecablemente vestidos con los uniformes de sus respectivas escuelas. Los policías municipales también visten un uniforme parecido al de los bobbies londinenses, con el correspondiente y característico helmet (casco). Y es que, pese a todo, en Gibraltar las tradiciones responden claramente a las costumbres del antiguo Imperio británico: en multitud de aspectos, el peñón es un pedazo del conservador Reino Unido trasplantado al sur de Europa.



Una imagen muy británica en un ambiente muy mediterráneo.
(Foto © Albert Lázaro-Tinaut)


Haced clic sobre las fotografías para ampliarlas.

10 noviembre 2010

[Marginalia] La plenitud verbal de Carmen Vega

Escultura del Chemin Fais'Art, de Gilles Perez,
en Chapdes Beaufort (Auvernia, Francia)
.
(Foto © Ber'Colly / Flickriver, 2010)

La última vez que el transeúnte se acercó a Madrid fue al encuentro de Clara Obligado en el taller de escritura creativa que dirige, en la plaza del Ángel, a la hora en que finalizaba su tarea pedagógica. Ella lo había citado allí para luego ir a cenar juntos en un excelente restaurante argentino de la calle del Correo y hablar hasta bien entrada la madrugada: de la vida y sus nostalgias, de la Argentina que tuvo que abandonar cuando los uniformados tomaron el poder y cometieron sus notorios crímenes de lesa humanidad, y más de lo humano que de lo divino.

Mientras Clara despejaba la gran mesa del taller, que es a la vez cátedra y pupitre, y recogía vasos, platos y restos de dulces con los que sus alumnos la (y se) habían obsequiado para hacer más placentera la instructiva charla literaria, el transeúnte ojeaba y hojeaba unos cuantos libros esparcidos sobre una repisa. De pronto Clara se le acercó y le dijo: “Llévate este, te va a gustar”.

Era un ejemplar todavía retractilado de La navaja de Buñuel, de Carmen Vega.* Cuando el transeúnte regresó a casa, con la maleta repleta, como siempre, de libros nuevos y viejos, el que le había regalado Clara permaneció largo tiempo en el montón de papel impreso y encuadernado que va creciendo en el lado izquierdo de su mesa de trabajo, hasta que de pronto emergió, como atraído por un inconsciente presentimiento, y este transeúnte empezó a leerlo, y no pudo dejarlo hasta llegar al colofón, cerrado con un curioso –y en este caso nada anacrónico– nihil obstat.

En algunos momentos es difícil discernir, en el libro, entre el relato breve y la poesía. El verbo de Carmen Vega (Pinos Puente, Granada, 1953), una mujer que se mueve esencialmente en el mundo del cine, es ágil, sobrio y elegante, y tiene la virtud de no mostrar en ningún momento el esfuerzo de la concisión que a menudo descubre la trampa en el microrrelato. Detrás de cada historia hay experiencia vital y mucha, mucha sensibilidad.

Carmen Vega.

Se lee en la cuarta de cubierta que La navaja de Buñuel es la narración de un viaje, “un recorrido que nos lleva desde el orden inicial de la infancia hacia la libertad, un insólito trayecto desde la memoria hasta el deseo, desde una dolorosa identidad hasta los espacios abiertos y transfronterizos de una identidad nueva y elegida”. Así plantea la autora esa sucesión de relatos breves, aunque el transeúnte opina que cada uno de ellos tiene identidad propia y puede disociarse perfectamente del conjunto, lo cual le parece un valor añadido. Aunque este es su primer libro, Carmen Vega ha publicado relatos en antologías, y en el año 2003 ganó el primer premio de Hiperbreves de la Feria del Libro de Madrid.

Para que el lector de esta bitácora pueda degustar la plenitud de la expresión literaria de Carmen Vega, el transeúnte reproduce dos de sus relatos, que a buen seguro impulsarán a más de uno (o una) a encargar el libro a su librero.


Gracias, Clara.


Sin fecha


Como Sören K., para no enfermar de inercia, me agoto llorando en este pabellón acostumbrado al chasquido de mis pies. Los otros, los que están fuera, decidieron hace tiempo despojarme de todo, durmiéndome sin sueños, privándome de las palabras, quemando mis ojos con la cal viva de los colores violentos. Pero aún, cuando despierto cada mañana, puedo escuchar la lluvia avivando la tierra, el viento fustigando las tejas, el sonido del sol aplastando las hojas de los árboles. Aún, cuando despierto, puedo palparme la cara con las manos y ponerme los calcetines.



El amigo


Un pequeño mástil, en la carretera, anuncia que faltan casi trescientos kilómetros para llegar a cualquier sitio. Conduzco sin prisa, en el paisaje nada me sorprende. Me deslizo por la alfombra de granito buscando un camino que me consuele. En la maleta llevo lo justo, en la memoria lo imprescindible.


A lo lejos, un hombre me hace una seña. Paro el coche. Se sienta a mi lado. Oigo su respiración, su cuerpo me calienta, su voz roba la mía. Sostengo mi abandono a medias con el suyo.


Piso el acelerador. La carretera desaparece. El polvo denso se mezcla con fuego.
En la radio suena Stand by Me.


* Carmen Vega
La navaja de Buñuel

Cuadernos del Vigía, Granada, 2008
60 páginas
ISBN: 978-84-95430-30-4










01 noviembre 2010

El Día de Todos los Santos: la muerte como objeto de culto y de fiesta (con México en el horizonte)

La Catrina o Calavera Garbancera, según una ilustración del año 1913
del caricaturista mexicano José Guadalupe Posada (1852-1913).
La Catrina, bautizada así el por el muralista Diego Rivera, es una metáfora
irónica de la clase social alta antes de la Revolución mexicana, y acabó
convirtiéndose en el símbolo de la muerte en el Día de Muertos.


La antigua celebración cristiana para honrar a los muertos tiene su origen en las persecuciones a los seguidores de Cristo por parte de los emperadores romanos, persecuciones que alcanzaron el momento culminante en el siglo IV, bajo Diocleciano, Maximiano, Galerio y Constancio. El bulo de que los cristianos practicaban la magia negra, el canibalismo y el incesto había hecho afirmar al historiador y político Tácito (55-120) que en el espíritu de éstos anidaba el odium generis humani (odio al género humano).


Detalle de los relieves del sarcófago
paleocristiano de San Justo de la Vega
que representa la persecución
de los primeros cristianos.

(© Museo Arqueológico Nacional, Madrid)


La Iglesia primitiva, víctima de esas persecuciones, consideró un deber honrar a sus mártires, y ya en aquella época estableció el domingo anterior a la fiesta de Pentecostés como día para venerar a las víctimas de los edictos imperiales, que poco después serían elevadas a la categoría de santos. Fue el papa Gregorio III, en el siglo VIII, quien estableció la fecha del 1 de noviembre como Día de Todos los Santos, y dedicó a éstos una capilla en la antigua basílica de San Pedro de Roma.

En los últimos decenios, esta fiesta ha ido decayendo en muchos países –sustituida sobre todo por el Halloween estadounidense–, mientras que en otros es un día especialmente señalado. Así ocurre en México, cuyo célebre Día de Muertos, que la Unesco declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (juntamente con otras fiestas indígenas dedicadas a los muertos; ved aquí), no es más que la actualización de una antigua festividad anterior a la cristianización.

El transeúnte recuperó hace poco un libro de su admirado Octavio Paz, que había leído hace años; un libro que el escritor dedica especialmente a la mexicanidad: El Laberinto de la Soledad.* Su tercer capítulo, “Todos los santos, día de los muertos”, pretende, precisa- mente, explicar los motivos de esa fiesta que para los mexicanos trasciende la tradición cristiana.

“El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrum- pir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos” –dice Paz, y prosigue–. “Somos un pueblo ritual. Y esa tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la Fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros.”

Octavio Paz.

Y unas páginas más adelante entra de lleno, con su admirable estilo literario, en la celebración a la que se refiere ahora el transeúnte: “La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas –obras y sobras– que es cada vida, encuentra en la muerte ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. […] Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable”.

Y luego, tras varias consideraciones al respecto y enlazadas con la cristianización de los mexicanos, insiste en la vigencia de aquellas antiguas creencias: “La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque ‘la vida nos ha curado de espantos’. Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.

México: Patria y Muerte,
fotografía de José Migueles.

(© Flickr)

El desprecio de la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro her- metismo y de la furia con que lo rompemos […].

Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. Es un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta.”

Calaveras de azúcar decoradas,
una de las características del
Día de Muertos en México.

(Fuente: http://www.taringa.net/posts/info
/3832239/El-Dia-De-Los-Muertos.html)


Al transeúnte, esas consideraciones acerca de la idiosincrasia del pueblo mexicano le hacen reflexionar sobre el sentido de las muertes violentas que se producen en México, de las que casi a diario dan cuenta los medios de comunicación. ¿Tienen algo que ver con esa indiferencia ante la muerte a la que alude Octavio Paz o se trata de algo ajeno a ello, a una simple y vulgar delincuencia vinculada a tráficos diversos y clanes enfrentados? En cualquier caso, las palabras del escritor mexicano le parecen significativas para entender ciertas mentalidades, o al menos intentarlo. Pocos como él han entrado tan profundamente en el alma mexicana.



* Octavio Paz: El Laberinto de la Soledad. México, Fondo de Cultura Económica, segunda edición, revisada y aumentada, 1959. La edición que ha manejado el transeúnte es la novena reimpresión, del año 1981.